miércoles, 14 de julio de 2010

Ya han pasado 12 años desde el accidente de Juan Carlos

COMO SI FUÉRAMOS UNO SOLO

Andrea Fernández

Su vida transcurría entre la universidad y los amigos, hasta que un 27 de junio de 1998 todo cambió. Su mamá ha sido su mayor apoyo pero también una gran amiga que lo ha acompañado en cada paso a tomar, en cada camino y en todas las travesías que le ha tocado cumplir. Estos dos soportes son los que le han ayudado a seguir adelante y hasta tener un hijo

Yo no sabía que iba a estar con él hasta que lo vi. Tampoco sabía que él era el indicado. No conocía nada sobre su pasado, ni quién era, que hacía o por qué estaba así. De lo que sí estaba segura era de que iba a pasar con él el resto de mis días y que lo iba a acompañar tanto en las buenas como en las malas, tanto en el día como en la noche.

Mis primeros momentos a su lado en 1998 no fueron fáciles de manejar. Todavía quedaban en su cuerpo restos de tristeza, rencor y negación. Sus piernas eran pesadas y su mirada fría. La única que sabía cómo llevarlo era su mamá, Lidia, mientras, yo veía y aprendía. Al principio me rechazó, me ignoró pero yo siempre estuve ahí, a sus pies, cuando lo necesitaba. En este punto de esta relación que apenas comenzaba, me tocó esperar a que él me aceptara.

Se me hizo difícil entender qué le había pasado. Su silencio interminable no me dejaba adivinarlo y las lágrimas de su madre tampoco. Fue en medio de una sesión con la psicóloga y otra con la psiquiatra, cuando comprendí que a Juan Carlos lo había golpeado de la vida.


Ese 27 de junio, como todos los sábados, Lidia preparó sus maletas para escapar con destino a Camurí, estado Vargas, sitio donde Juan Carlos y ella tienen un modesto apartamento en el que construyen sueños, liberan tensiones y respiran felicidad. Juan había salido la noche anterior con sus amigos, su cabeza le pedía una almohada y el resto de su cuerpo, descanso. Como pudo, tras los insistentes llamados de su madre, se levantó, se duchó, vistió y la acompañó al metro más cercano, Propatria, estación que cierra la línea uno del subterráneo en la parte oeste de la ciudad de Caracas.

Allí la dejó para que ella se trasladara hasta otra estación en la que, al salir, tomaría un transporte público que la llevara hasta el pequeño paraíso. Mientras tanto, “Juanca” aprovecharía de estar en plena luz del día para hacer los acostumbrados ejercicios de la mañana.

Así, se dispuso a estirar músculo por músculo en una calle con pequeños bultos de asfalto con rayas amarillas que le advierten a los conductores que deben reducir la velocidad. Después de cumplir con su rutina de estiramiento vino la decisión: cruzar el pequeño corredor vial. Como si fuese una escena en cámara lenta, Juan dio varias zancadas y sólo le dio tiempo de escuchar un estruendo que venía a toda velocidad desde la esquina. Segundos más tarde, iba por los aires, sin entender qué pasaba, mientras que el conductor de la grúa que lo había expulsado como bala veía como este joven de 22 años estrellaba su cabeza contra el pavimento seco.

En ese instante el mundo se detuvo. Su cabeza golpeó el asfalto, la sangre se esparció por todo el lugar y él abrió los ojos sin entender que no se podía mover, que sólo gesticulaba algunas palabras, las cuales fueron diluyéndose en su garganta con el paso de los minutos.

El conductor, consumido por el miedo y la irresponsabilidad, levantó el cuerpo herido de Juan y lo lanzó, como un saco de alimentos, adentro de la grúa, olvidándose de aplicar los primeros auxilios típicos de este tipo de situaciones, en las que no se puede mover a la víctima y en las que tomar los signos vitales hasta que los bomberos o una ambulancia lleguen pueden marcar la diferencia.

Aunque la lógica humana dicte que a los heridos se les traslade a un hospital, el hombre responsable del accidente comenzó a pasearlo por la ciudad —quién sabe si con la intención de dejarlo en cualquier terreno baldío para que esperara a su muerte—, mientras Juan trataba de mantenerse despierto y luchaba por su vida. El lugar de llegada de este agónico viaje fue El Junquito, una de las 22 parroquias del Municipio Libertador de Caracas y una de las 32 que hacen vida en la capital de Venezuela.

Allí, en un estacionamiento, quedó tendido hasta que personas de la zona, nombrada así por la planta junco, quisieron ayudarlo y encontraron a un taxista que lo trasladó hasta el Hospital Ricardo Baquero González, mejor conocido como el Periférico de Catia, en el que por la escases de insumos Lidia se vio obligada a trasladar a Juan a la Clínica Vista Alegre, una vez que ella llegó de La Guaira con una noticia tan negativa a cuestas.

Un quirófano fue la tercera parada de Juan Carlos después del accidente. Un cuarto sobrio con el aire impregnado a anestesia, personas enmascaradas y cubiertas completamente como al mejor estilo de una película de ficción, y un frío que congelaba los huesos fue donde los doctores le ayudaron a corregir la postura del cuello de este joven, que había sufrido una lesión en la parte cervical de la columna.


Yo no podía aceptar lo que estaba escuchando. Ahí entendí por qué había llegado a su vida. En este momento vi el propósito de nuestra estadía por casi un año en el Hospital Pérez Carreño, ubicado en el sector La Yaguara y considerado uno de los mejores centros de rehabilitación de la ciudad. A mí no me importó nada, sólo quería acompañarlo todos los días, cuidarlo, darle algo estable, seguridad y así ha sido hasta el día hoy, cuando ya han pasado 12 años de tan terrible suceso.

He visto cómo ha mejorado con su rehabilitación y cómo pasó de no mover ni los brazos a trabajar un tiempo en una compañía de telefonía móvil y después en la Alcaldía de Chacao. He estado en esos momentos más duros, en los que tanto Juan Carlos como su mamá han llorado por las adversidades pero también he visto cómo celebran las hasta lo más sencillo de la vida.


Estar todo el tiempo con él ha sido algo sin precedentes. Nunca se me olvidará cuando llegamos a su nuevo hogar y la resistencia que tenía a los cambios, o las tardes de ajedrez con el abogado que iba a la casa de paredes verdes manzanas a tratar de distraer a Juan Carlos y ayudarlo con la motricidad de sus manos. O quizás las tardes de rehabilitación, en las que con esfuerzo, fue superando cada obstáculo y ha sido capaz de regenerar parte de su masa muscular.

Pareciera que fue ayer cuando Juan Carlos pudo manejar su carro y yo estuve ahí, o cuando nos fuimos por un mes, completamente solos, a Miami, Florida, en Estados Unidos para que él pudiera participar en el programa de células madres en el Hospital Jackson Memorial de esta ciudad, donde se intenta comprobar si los efectos reparadores que se han registrado al injertar células madre en tejidos dañados de animales de laboratorio son reproducibles en seres humanos.

Después llegaron los trabajos, los éxitos, el reingreso a la universidad y hasta su hijo. Y a pesar de que ha tenido que superar el infarto cerebral de su mamá y una operación que la mantuvo alejado de él por varios meses, no ha decaído. Es mi modelo, es mi guía y mi ejemplo. Me alegra ser su apoyo, sus piernas cuando más lo necesita. Sí, me alegra porque yo soy su silla de ruedas.

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