martes, 13 de julio de 2010

Lidia Rodríguez: una luchadora con sonrisa de oro


Su hijo, Juan Carlos, de 33 años ha sido su inspiración


Lidia Rodríguez: una luchadora con sonrisa de oro

Andrea Fernández
 Mientras esperaba frente a la puerta del pequeño apartamento ubicado en el piso 6, pensaba que iba a encontrar una casa consumida en el desorden y la oscuridad, con dos personas a las que la tristeza había vencido: una madre de familia desgastada y con el corazón roto, y un hijo que luchaba por sobrevivir. Sólo cuando se abrió la puerta, pude entender que la actitud esa mujer trabajadora y sonriente ha sido fundamental para aceptar como bendiciones todo lo que la vida le ha dado.

Paredes verdes manzana con cenefas blancas y cuadros de marcos dorados, muebles acolchados y una gran mesa redonda al entrar invitan a introducirse en un mundo donde la esperanza y el espíritu de lucha se respiraban en cada rincón del hogar.

Sus pecas y su pequeña estatura se movían con sutileza y agilidad, su risa inundaba el ambiente y dos manos marcadas por los años abrazaban a lo único por lo que ha trabajado durante los últimos 33 años: su hijo. Lidia, se llama. Su nombre, de origen griego, significa la que proviene de Asia Menor, y sus características se ajustan a lo que ella es en la realidad: responsable, de buen carácter, buena amiga y feliz. Lidia, para muchos, será una mujer más, pero para su hijo es su mundo y para otros, un ejemplo de vida.

“Sufrí mucho cuando quedé embarazada”

Nacida en Santa Marta, Colombia, el 1 de marzo de 1957, Lidia Esther Rodríguez se residenció definitivamente en Venezuela luego de obtener el título de bachiller en un liceo colombiano (1974). Su adaptación a otro país no fue traumática, ya que sus constantes viajes a tierras venezolanas, donde su mamá trabajaba mientras ella vivía con su abuela en la capital del departamento de Magdalena, permitieron que instalarse en Venezuela no fuese cosa extraña. En Colombia no quedó nada. Con un núcleo familiar tan reducido, sólo su abuela y ella tuvieron que hacer maletas para iniciar una nueva etapa.



Pero así como llegó a Venezuela, llegaron los cambios. Como cualquier adolescente, conoció a un joven, pudo más el amor y quedó embarazada. Aunque se piense que aquí comenzaron las alegrías, ella relata todo lo contrario:

“Cuando llegué acá iba a comenzar a estudiar pero me pasó algo… Metí la pata con el papa de Juan Carlos (su hijo). No me fue bien”, comentó entre risas, tomando un café negro con su mano derecha en el lado opuesto al que yo estaba sentada en la mesa redonda de madera. “Estuve esperando que el papá de él se arreglara, pero nunca se arregló, todavía sigue echado a perder. —continuó explicando entre carcajadas y cerrando los ojos suficiente para que notara su picardía—Yo estuve esperando, dejé de estudiar y me quedé con el título de bachiller nada más”.

En este punto, Lidia bajó la cabeza, pero sin dejar de reírse, y admitió que tuvo que, por obligación, dejar a su abuela y separarse de su madre.  No sólo tuvo que lidiar con el hecho de gestar una vida en su vientre, sino también con que ya no tendría a su familia natural.

“En aquel entonces mi mamá fue brusca, me botó de la casa—prosiguió con el buen humor a pesar del dolor del recuerdo que se le reflejó en sus ojos—. Fue duro y yo sufrí mucho cuando quedé embaraza de Juan Carlos”.

Cuando terminó de pronunciar esas últimas palabras, pensé a quién podría recurrir esta joven, que a los 20 años tuvo que asumir la responsabilidad de traer a un ser humano a este mundo. Sin pensarlo, le pregunté y me contó, nuevamente con una sonrisa, que vivió con su suegra y con su cuñada en Catia hasta que en 1999 decide independizarse, ya cuando su vida había dado otro giro más.

“Las cosas allá no eran dulces, ni color de rosas. Allá había un poco de envidia, de malestar”, relató.

Aunque no todo fue malo: “Una vez que nació Juan Carlos las cosas mejoraron por el hecho de que ella (su mamá) iba a ser abuela pero igual me quedé viviendo en casa de mi suegra. En cambio con mi abuelita fue distinto siempre”.

“Cuando se murió mi abuela yo sufrí mucho”

Los años fueron pasando, Juan Carlos fue creciendo, Lidia siguió trabajando. Como se iban presentando los retos, los iba asumiendo. Ella tuvo que sobreponerse a la pérdida de su abuela que, según narró con lágrimas en los ojos, ha sido la persona más importante de su vida después de “Juanca”.

“Te parecerá cómico que no diga mi mamá. El día en que se murió mi abuela yo sufrí mucho, fue un golpe duro, porque ella fue la que me crió. Cuando mi abuela estaba enferma y yo llegaba, todo el mundo decía que ella se curaba de inmediato”, y así concluyó el tema, dirigiendo la mirada hacia el cielo en señal de que estaba recordando todo lo bueno que ella le dio.

“La vida me dio un cambio de 360 grados”

El 27 de junio de 1998,  la vida de Lidia y de su hijo cambió radicalmente.   A pesar que para el resto del mundo sea sólo un día y para los periodistas su fecha de celebración, para ellos  significaría grandes obstáculos que superar.
A las 8 am de ese sábado, Lidia le pidió a Juan Carlos que la acompañara hasta el metro de Propatria para que ella pudiera irse hasta Camurí (La Guaira), sitio donde eran “felices” y tenían un pequeño apartamento que poco a poco fue condicionando: “Pasar el fin de semana allá era lo que me hacía ser feliz el resto de la semana”, comentó en un inciso explicando que así era la única manera de escapar de la casa de su suegra.

Después de que Lidia se montó en el subterráneo, su hijo fue impactado por una grúa y llevado por el mismo conductor a un estacionamiento en El Junquito, hasta que después de varias horas fue trasladado hasta el Hospital Periférico de Catia, recinto de atención médica en el que ella encontró a “Juanca” cubierto con hojas, y no con sábanas, porque no había insumos.


Como pudo, y aferrándose a las fuerzas que probablemente no tenía, resolvió la situación y consiguió que los bomberos buscaran a su hijo y lo llevaran a la Clínica Vista Alegre, donde fue operado para corregir la postura del cuello. Hasta ese momento, nadie se le había acercado para darle otra noticia que cambió definitivamente el curso de de sus vidas: Juan Carlos no caminaría nunca más.

“Yo tenía la esperanza de que iba a caminar pero el médico en ningún momento me dijo lo contrario. Parece que lo sabía todo el mundo menos yo. Yo tenía la esperanza pero pasaban y pasaban los días, hasta que una persona me dijo: Le escuché un comentario a una enfermera que él no va a caminar”. Así compartió conmigo ese recuerdo mientras que volvían a nublarse sus ojos con lágrimas.

Después de esto siguieron largos procesos de rehabilitación (lo tuvo que dejar hospitalizado un año en el Hospital Pérez Carreño), lucha constante para que “Juanca” evolucionara, dos trabajos, terapistas, entre otras cosas.
“La vida me dio un cambio de 360 grados. No te quiero ni contar cómo me ponía cuando lo tenía que dejar en el Pérez Carreño”, recordó con voz entrecortada.

Juan no fue el único afectado. Dos años después del accidente, Lidia  tuvo que poner un alto a tanto estrés. Otra vez apareció la sonrisa en su cara y como si se tratara una simple gripe, soltó la bomba: “Me dio un infarto cerebral.

El médico me dijo que tenía exceso de trabajo. —Para ese entonces, Lidia ya tenía un cargo en Ipostel y trabajaba en el colegio Academia Merici, institución en la que todavía permanece después de 21 años de laboresYo pasaba coleto de madrugada. Entonces el médico me dijo que tenía que decidir entre los dos trabajos”. Y decidió quedarse con el colegio, donde ha conseguido buenas compañeras de trabajo que la han ayudado en los momentos más difíciles.

Continuó diciendo que a pesar de su condición de salud, a ella “no le pasó nada”. “Después me sentí bien, como si nada me hubiese pasado. Yo seguí con mi vida, no me podía parar”, relató.

 “El logro de nuestras vidas fue independizarnos”

Para el momento de su accidente cerebro vascular, Lidia y Juan Carlos se habían marchado de la que por 21 años fue su casa. “Nosotros nos independizamos después del accidente. Yo me sentí tan mal cuando Juan Carlos tuvo el accidente que yo pensé que de un momento a otro me iba a morir porque el sufrimiento que tenía era tan grande, pero a la vez me llené de fuerzas y yo compré este apartamento. Yo moví cielo y tierra para mudarme para algo propio. Eso lo hice calladito”, narró llenándose de orgullo, inflando el pecho y dibujando una amplia sonrisa en su rostro con pecas.

“El hecho de tener una casa propia hizo que Juan Carlos tuviera un cambio, que yo no te puedo contar. Juan Carlos no quería nada y cuando nos mudamos para acá fue un cambio para los dos pero sobre todo en el caso de él, el cambio fue…” y lo abrazó sin terminar la frase.

 “He tenido una vida exitosa”

Así como llegó la oportunidad de que Lidia se comprara un apartamento, Juan Carlos se ganó una camioneta con un ticket de lotería. Después tuvo la oportunidad de ir a Estados Unidos para participar en el programa de células madres del Hospital Jackson Memorial de Miami. Al regresar, consiguió trabajo en una compañía telefónica; y, actualmente, trabaja en la Alcaldía de Chacao.

Lidia sostiene que esto ha sido fruto de su actitud positiva ante la vida y el humor con el que han enfrentado las cosas.

“El humor nos ha ayudado. Una cosa grande que nosotros tenemos es que celebramos todas las cosas, hasta las cosas que son insignificantes para otros pero que son importantes para nosotros. De todas las cosas de la vida yo hago una fiesta. Hay gente que para sentirse bien necesita tantas cosas y nosotros nos acostumbramos a celebrarlo todo, hasta los pequeños detalles”, comentó para concluir la conversación.

La historia tiene más aristas: una operación, una hospitalización, un nieto y alegrías en su lugar trabajo, pero esos momentos son los que han hecho posible que Lidia sonría y considere que su vida ha sido exitosa.

El apartamento verde seguirá estando, los cuadros de marcos dorados también. Juan Carlos seguirá trabajando, mientras que Lidia continuará haciendo su mayor esfuerzo para sonreír en cada instante.

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