lunes, 28 de junio de 2010

La vida de Finita: “un ir a la soledad, un venir a la alegría”

 
A los 25 salió a encontrarse con su “amor” y desde entonces se quedó para encontrarse a diario con su “felicidad”

El hecho de tener muchos amigos es una razón más que suficiente para que Fina Casas sienta que la felicidad está de su lado y que la soledad se aparta por un momento de su vida

El pavimento de concreto, veteado por el tiempo y por los pies andantes, actúa como base sobre la cual, de jueves a domingo, semana a semana, luego de ocho años, yacen en el mismo lugar un banquito al lado izquierdo de una mesa, la cual mantiene encima de sí termos de café humeante, que gotean de vez en cuando; algunos empaques de galletas; paquetitos de especias, condimentos y aliños; y bolsitas de plástico apiladas en la parte trasera. 

Sobre ese piso y sobre ese banco junto a la mesa, se posa, durante largas horas, el cuerpo de una mujer a la cual la vida le ha teñido el cabello de blanco; le ha llenado el rostro de centenares de surcos; le ha encogido la estatura; le ha dibujado una sonrisa inquebrantable, a pesar de las pruebas que ha tenido que superar. Esa mujer es Fina Casas, mejor conocida como “Finita” por sus queridos amigos.

Finita es una septuagenaria nacida en la ciudad de León, al noreste de España, el 15 de octubre de 1932. Sin estudios y sin familia cercana, el hacer cotidiano y la gracia son las características principales de la “viejita más querida de la cuadra”, según sus amistades ganadas “sin mucho esfuerzo”.

La tan querida señora dedica cuatro días de la semana a vender café y paquetitos hechos por ella misma en una esquina de la Avenida Andrés Bello, muy cerca del Mercado Guaicaipuro.
“Estar aquí me hace feliz. No trabajo por necesidad, sino por sentirme acompañada”, dice Finita mientras se acomoda el gorrito rosado que lleva puesto y sonríe a todo el que transita la callejuela en la que se encuentra, más que su lugar de trabajo, su lugar de esparcimiento y de carcajadas diarias.

La más querida por todos los transeúntes y vecinos de la zona, señala que la Guerra de Franco la vivió estando muy “chiquilina” y que la situación en España se tornó cada vez más difícil, por lo que tuvo que empezar a trabajar desde muy pequeña para ayudar a la familia a subsistir durante la dura crisis.

“A los 25 años tuve un novio al que quise mucho y del cual quedé embarazada. Él tuvo que venir a Venezuela para poder conseguir dinero y mantenernos a mí y a mi hijo, y yo mientras tanto me quedé con mis padres en León. Ellos no querían que yo me viniera a Venezuela, por eso me quedé allá un tiempo, mientras pasaba mi embarazo, pero mi ¨amor¨ me llamó un día diciéndome que quería que estuviese aquí con él, que quería cuidar de nuestro hijo y de mí. Yo esperé a dar a luz y un mes después me vine a Venezuela. Llegué un 6 de junio de 1958… un mes después, exactamente el 6 de julio, el padre de mi hijo murió en un accidente”, expresó Finita, con los ojos aguardando el llanto, con una sonrisa escondida y temerosa, con un suspiro.

La “viejita querida” que no niega a nadie una sonrisa o un buen consejo, señaló que desde ese día, nunca más volvió a estar con un hombre, pues “el amor es sólo uno y no tenía necesidad de buscar más”. Según ella, con lo que recibió le bastó para vivir hasta los 77 años que tiene actualmente, y le bastará para terminar de vivir su vida.

“Cuando él murió, me quedé sola con mi hijo, sin dinero, sin alguien que me ayudara. Decidí irme al interior del país a buscar trabajo, debido a que en Caracas no se me abría ninguna puerta. Comencé a trabajar como señora de servicio y llevé a mi niño a una guardería. Él ya tenía un año. Pude ver cuando la señora que lo cuidaba le negó un pedacito de galleta, y desde ese día lo saqué de allí y más nunca lo llevé a un lugar de esos. A un niño no se le puede negar la comida. Si su hijo también quería galleta y sólo había una, lo más lógico era picarla en dos trozos, pero ella no lo hizo y me puso muy triste que le negaran algo a mi hijo”, dijo Fina con las manos cruzadas sobre las rodillas y con la mirada extraviada.

Entre los vendedores de queso llanero y la música a todo dar, Finita aseveró que desde que salió aquel 5 de junio de su ciudad natal, nunca más pudo ver a sus padres y hermanos, pues todos fallecieron prematuramente por causas desconocidas. Asimismo, confesó que por la difícil situación económica que atravesó cuando su hijo tenía ya catorce años, tuvo que enviarlo a España, con su tía paterna, para que cuidara de él mientras la situación se normalizaba. Después de ese día, él nunca quiso volver a Venezuela.

“Cuando logré ganar algún dinerito como señora de servicio, pasados tres años, fui a buscar a mi niño para traerlo de vuelta conmigo, pues para ese momento sí tenía como cuidarlo. Él me dijo que estaba bien allá, que estaba estudiando y le iba muy bien. Yo no tuve la valentía de obligarlo a venir porque sentí que sería egoísta de mi parte quitarle esa felicidad”, dijo Finita con una pequeña sonrisa.
Ya han pasado 52 años desde que la señora Fina llegó a Venezuela, exactamente los 52 años que tiene su hijo. “La historia se repitió: mi hijo se casó con una muchacha allá en España y a los quince días de tener a mi nieto se murió de una infección. Él tampoco tuvo tiempo de disfrutar a su amor”, señaló Fina.

Según Finita, la circunstancia en la que se encontraba su hijo lo obligó a entregar a su crío a la misma tía que cuidó de él en la infancia. Luego de dos años, conoció a una mujer, se casó con ella y recuperó al bebé, quien es ahora un hombre veinteañero, padre de un niño pequeño.

“Tengo un nieto y un bisnieto. Ya he ido tres veces a España para verlos. Ellos nunca han venido hasta acá…como que no les gusta la idea. Hace más de dos años que no recibo cartas ni llamadas de ellos, pero yo sé que están bien, por eso no me preocupo”, afirmó la “viejita más querida”.

Y… ¿qué piensa de volver a su tierra natal, junto a su hijo, nieto y bisnieto?

“Cuando una tiene toda una vida sola, depender de alguien, incomodarlo todos los días es algo que no agrada. Yo tengo la posibilidad de irme, sí, pero no quiero. Acá he vivido mi vida y acá quiero seguir viviéndola. No tengo intenciones de dejar Venezuela”, señaló Finita mientras mostraba su gran sonrisa y se acomodaba el gorrito rosado.

Las circunstancias que le ha tocado vivir a la “consentida” Fina no han sido las mejores, según ella, sin embargo, no cambiaría nada de lo que ha ocurrido, pues así, con los problemas que tiene, se siente inmensamente feliz.

“Yo estoy de acuerdo con que mis únicos tres familiares estén en España…Los extraño muchísimo, pero sé que allá tienen trabajo y pueden estudiar tranquilos. La situación de este país no es buena para la gente joven. Yo que ya soy una vieja no sufro grandes males por lo que dice y por lo que hace todos los días el presidente. Ya yo me acostumbré a vivir así. Todos los días hago lo mismo y así me siento bien y muy feliz”, señaló Finita.

Los días en los que Fina no va a su esquinita a trabajar, se queda en casa preparándose comida; calentando el agua para los termos con el café que vende; escuchando la radio que es lo que más le gusta, debido a que a pesar de poseer dos televisores, los mantiene siempre desenchufados, pues afirma que no le gustan “ni un poquito”.

“La situación del país está muy mala, no vendo nada porque la gente no tiene dinerito, pero yo no trabajo para ganar dinero porque a mí me mandan mi pensioncita de España. Yo no hago muchas cosas, por eso no necesito más que lo que me dan de pensión. Ahora sólo puedo venir de jueves a domingo, cuando antes podía todos los días. Eso me entristece mucho porque la razón por la cual yo disfruto estar en Venezuela es venir todos los días, ver a la gente pasar, saludarme, darme un abrazo y sentirme acompañada por todos mis amiguitos. Todos los días tengo un amiguito nuevo y eso es lo que más me hace feliz. Tener amigos hace que por momentos no me sienta sola”, dijo Finita cabizbaja.

Viviendo sola desde hace 52 años, ¿cómo hace cuando se siente mal?, ¿a quién acude?

“Tener muchos amigos es lo que me ha salvado la vida. Hace dos años me caí y me rompí la pierna. Pude llamar a mi vecina, quien es muy amiguita mía y me llevó al Hospital Vargas. Me dejaron internada diecisiete días y ella iba siempre a saludarme y a cuidarme. También se me pegó un problema en un riñón hace poco y esa misma amiguita me llevó al hospital a que me curaran”, expuso Fina con una gran sonrisa y las manos estrechadas.

Finita sólo recuerda dos grandes males físicos: una fractura de la pierna izquierda, la cual significó la colocación de cinco tornillos y piezas de titanio; y un cólico nefrítico con cálculo renal agudo, los cuales se solucionaron en cuestión de días, gracias a la buena conducta y al seguimiento de las órdenes del médico. Según Finita, su salud ha sido bastante buena hasta los momentos.

El mayor sueño de Finita ya está cumplido, según ella: “saber que mi descendencia es feliz y poder venir todos los días a trabajar para encontrarme con mis amigos y sentirme menos sola”. De igual forma, su peor pesadilla también se ha cumplido: “La soledad, la soledad es definitivamente mi gran pesadilla. He estado así toda mi vida y me da mucha tristeza, pero gracias a mis amigos me siento tan feliz y se me olvida que cuando llego a casa vuelvo a encontrarme sin alguien que me acompañe”, afirmó mientras alternaba el rostro entre el congojo y la alegría.

“Soy feliz con lo que Dios me ha dado, mis amigos son lo más importante porque gracias a ellos puedo reírme y olvidarme de lo que me espera en la casa. Doy gracias a Dios por todo lo que tengo, no pido nada más. Una vez al mes voy a La Candelaria a rezarle a José Gregorio Hernández por una promesa que me cumplió y por lo feliz que estoy, y si no me da tiempo de llegar a la Iglesia, escucho la misa por una canal que pongo en mi radio”, señaló Finita mientras daba un abrazo a una señora “muy amiga” que pasaba por el puesto a saludarla”.

Fina Casas llegó a Venezuela con la misión de encontrarse con su “amor” y poder criar juntos a su hijo. Logró ver a su “amor”, logró hacer de su hijo un hombre de bien, según sus propias palabras, y logró hacer muchos amigos que la ayudan a olvidar su soledad. Se considera una mujer feliz, que puede morir, según ella, sin arrepentirse de nada. Su cotidianidad la hace sonreír, pues, como lo señala, su vida es, al fin y al cabo: “Un ir y venir. Un ir a mi casa, venir al trabajo; un ir a la soledad, un venir a la alegría”.

Verónica Olivier Fazzina

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